CAPÍTULO 6. Aquí termina la historia de Juan Tacones.

Conociendo la historia contada y cantada de Alcalá.
Registro  81. CEIP San Mateo


JUAN TACONES
Capítulo 6: Humo de bondad, humo de Alcalá, humo de Soleá.


                Ya nadie andaba por las calles. Hasta los borrachos se habían recogido en sus casas. Si acaso se oía, de lejos, la escoba de ramas del tabernero barriendo la acera del bar. Todos dormían; Juan en su cama y Dolorcita, como todas las noches, en el sofá, donde descabezaba el primer sueño con las agujas de croché en las manos y la barbilla clavada en el pecho.

                De pronto la puerta sonó. Alguien llamaba en plena noche. Sobresaltada, Dolorcita abrió los ojos y miró el reloj. “¿Pero quién será a estas horas?” Echo un vistazo por la mirilla y, asustada y extrañada al ver a Manuel, abrió la puerta. ¡Su hermano! ¡Aquella cara! De pronto lo entendió todo y sin más le dijo:

                    -        ¡Ahora! ¡Ya! ¿Qué harás con mi niño?
                    -      Dolores, me voy a llevar a Juan lejos de aquí. Alcalá ya le ha dado todo lo que le podía                      dar. ¡Ahora tiene que elevarse, crecer, tocar la cima del arte que lleva dentro! Y  para eso                  es necesario que me lo lleve.
                   -        ¡pero si es un niño que aún no ha terminado el colegio siquiera!
                   -        Tú me conoces y sabías que este momento llegaría.

Se acomodaron en el sofá y Manuel comenzó a contarle a su hermana lo que había sucedido esa mañana: “Entonces seguí a Juan hasta el ayuntamiento. Allí  nos encontramos con Manolito el de María. El gitano ese que es sobrino del tal Joaquín el de la Paula, del que todo el mundo habla pero nadie ve. Al salir del edificio vimos a un grupo de gitanos cantando y bailando. Como poseído por los zapatos, Juan acabó al lado de ellos y…”

-          ¡Echa pa ya, niño! ¡Tú no eres hitano!
-          Pero es que yo…
-          ¡Ni pero ni ná! Mu fino ereh tú pa entedé ehta alegria de hitano!

Manolito el de María veía que Juan estaba como poseído por aquellos zapatos. Cuanta más pasión ponía él en su cante por alegrías, más descontrolados parecían volverse los tacones. Los palmeros no dejaban de jalear y la gitanilla de bailar. Aquel ambiente era cada vez más palpitante y la atmósfera que se había creado lo envolvía todo en una especie de espiral descontrolada de arte y euforia. ¡Más palmas, más hondo el quejío del cantaor, más mágico el baile de la gitanilla! Y, allí al lado, más poseído Juan por sus zapatos. Consciente de lo que estaba ocurriendo, el gitano abrió el corro y dejó que Juan entrase. Aquel “corazón” ardiente de arte había engullido a Juan.

-          ¿Le hicieron algo a mi Juan? ¿No pudiste evitarlo, Manuel?
-          No había nada que evitar. Estaba ocurriendo lo que tenía que ocurrir. Tú sabes que a los gitanos les cuesta mucho aceptar la idea de que un payo pueda tener duende. Rechazan a los cantaores o bailaores que no son gitanos. Sin embargo aquello estaba ocurriendo. ¡Dolores, Juan había sido aceptado!

Fue como si aquel huracán de ritmos y sensaciones trasportase al grupo  a un mundo paralelo, poblado por completo por fuerzas excepcionalmente intensas. Los palmeros, Manolito el de María, la gitanilla y Juan habían alcanzado tal estado de exaltación que perdieron la consciencia de sí mismos. Se sentían como dominados, arrastrados por una especie de fuerza exterior que les hacía actuar como si juntos formasen un ser único y superior.

-          ¿Pero dejaste que se fuese con los gitanos?
-          ¡Claro que no! Todos ellos viven en el castillo y hacia allí se dirigían. Como pude lo agarré del brazo y lo saqué del corro cuando ya enfilaban la cuesta del Águila. Un rato después sus ojos aún seguían como inyectados de sangre, el corazón le palpitaba en el cuello y su cuerpo estaba empapado en sudor. ¡Tardé un tiempo en hacer que volviese en sí!
-          ¡Gracias a dios! Ya sabes que a Juan le aterra el castillo y sus cuevas. No sé qué hubiese pasado de haber subido sin darse cuenta.

Una vez que los gitanos se habían adentrado en las callejuelas del castillo, Juan comenzó a reaccionar. Con toda la paciencia y el cariño del mundo, su tío empezó a contarle:

-          ¿Recuerdas las veces que has tenido que cruzar el puente de piedras mientras te perseguía una musiquilla que llegaba desde las cuevas del castillo?
-          Sí, tío. Siempre la misma. La musiquilla que más hacía enloquecer a mis zapatos.
-          Pues la cantaba para ti.
-          ¿Para mí? ¿Quién?
-          Lleva mucho tiempo esperándote.
-          ¡En el castillo! Pues de eso nada, yo no…
-          Escucha, Juan. Muy pronto tendrás que venirte conmigo. Viajaremos lejos y dejaremos atrás Alcalá. Pero no sin antes ir a verlo. Lo tienes que conocer. Su nombre es Joaquín el de la Paula.
-          Mmmm pero… Es que yo solo no… ¡vamos que no subo al castillo ni muerto! 
-          Juan, esta vez no te puedo acompañar. Esto lo tienes que hacer tu solo. Él te está esperando desde hace tiempo. No lo pienses más y ve a verle. Supera tu miedo y deja que tus zapatos te lleven hasta su cueva. De lo demás no te preocupes.

Como pudo y sacando todo el valor que tenía, comenzó a caminar. Nunca se había atrevido siquiera a volver la cabeza para mirarlo, pero  ahora, paso a paso, se estaba adentrando en el castillo. A punto estuvo de volverse cuando vio pasar al Polonia rodeado de los chavales a los que sus madres les había confiado para que les enseñase a nadar en el río. Pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Las primeras almenas del castillo ya las podía tocar. De pronto una sensación incómoda le inundó. Decenas de ojos le observaban. Se sentía como un extraño al que le costase dar un solo paso. Como un muñequillo de cristal que intenta caminar con los pies fundidos al suelo. El miedo le paralizaba y era capaz de escuchar su propio latido. Sin embargo sus zapatos se encargaron de apartarlo de las miradas.

Si aquellos momentos de pánico le parecieron una eternidad, mucho peor fue cuando se vio arrastrado por los zapatos hasta la cueva de la que salía la voz del que cantaba. La puerta de aquella cueva estaba cubierta por viejos capachos que colgaban sin orden, procurando dejar pocos huecos por donde el frío y el relente pudiesen entrar. Solo una pequeña apertura en la parte superior permitía que saliese el humo de la candela que calentaba el interior. La cancioncilla sonaba exactamente igual en la entrada de la covacha que abajo en el puente. Parecía que la distancia no influyese en el volumen, ni que el viento distorsionase el timbre de aquella voz. La musiquilla se extendía desde aquella cima a todo el horizonte.


A un paso de entrar en la cueva,  el cante se apagó. Para Juan aquel silencio fue aún peor. Tuvo la sensación de haber sido observado siempre por el que desde dentro cantaba. El tomillo que se agarraba a las paredes de las lomas de alrededor empezaba a ofrecer su esencia refrescada por los primeros momentos de la tarde. La sensación de soledad, frescor, aromas y silencio, paralizaban el tiempo y el pulso de Juan en aquel lugar. De pronto la voz se escuchó: “Entra, chavah”. Juan cogió aire y sin volver a pensarlo apartó algunos capachos y entró. Detrás del humo de la candela pudo ver a un hombre sentado en un viejo taburete, aunque aquella luz no era suficiente para ver la cara del que tanto miedo le había hecho pasar. Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato. “Siéntate a mi lao.” Le dijo. Juan obedeció como hipnotizado. Aquel lugar y aquel hombre le sobrecogían. Cuando estuvo sentado, Joaquín el de la Paula le echó el brazo por lo alto y le dio unos golpecitos en el hombro. De repente Juan comenzó a sentir paz. Su respiración se relajó y su vista se abrió a la oscuridad de la cueva. El calor de la candela y el abrazo tranquilizador de aquel hombre estaban siendo milagrosos. Después de otro buen rato en silencio junto a Joaquín, ambos se miraron por fin. Ya no quedaba ni rastro del miedo que había sentido antes. La mirada de aquel hombre parecía la de un abuelo a su nieto. Tranquilidad, cariño y bondad es lo que sintió Juan a partir de entonces al lado del gitano. Pudo ver sus manos agarradas a un bastoncillo de mimbre. Manos temblorosas de persona entrañable que dio lo mejor que pudo a los suyos. Sus ojos sostenían una mirada torpe de inocente ángel mayor al que le queda poco tiempo para irse.

“Levántate, Juanillo, no pueh abandoná Arcalá sin llevarte la sensia der cante de tu pueblo.” Dijo de pronto Joaquín mientras le acariciaba la cabeza, animándolo con un suave impulso. Aquella columna de humo que salía de la candela y se escapaba por un hueco del techo de la cueva; aquel gitano y su mirada cargada de bondad; aquel perfume de tomillo hidratado por el relente de la tarde; la paz de aquel lugar y Juan con sus zapatos de tacones como en el paraíso de lo natural.  Todo fluyó. El joven comenzó a flotar sobre sus zapatos en cuanto Joaquín el de la Paula se arrancó a cantar por Soleá. Cantaor y bailaor en una cueva de las lomas del castillo de Alcalá. En aquel momento se estaba reproduciendo la esencia del arte flamenco.

El tío Manuel esperaba a Juan sentado en uno de los abrevaderos que había en la plaza del Perejil. Cuando lo vio llegar notó que su cara ya no era la misma. Su rostro reflejaba madurez y paz. Se abrazaron y sin intercambiar ni una sola palabra Manuel acompañó a Juan hasta su casa.
A Dolorcita y a Manuel les estaba amaneciendo mientras seguían con la conversación. Ella preparó un café de puchero y juntos hicieron la maleta de Juan. Cuando el joven despertó, todo estaba preparado.

-          Buenos días, mamá. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
-          Nada hijo, no pasa nada. Tu tío está aquí.
-          ¿Mi tío, tan temprano aquí?

Al girar la cabeza lo vio sentado en el sofá tomando café y con las maletas esperando. “Juan, desayuna bien. El viaje es largo.” Le dijo su tío. Las lágrimas asomaron en los ojos del chaval. Madre e hijo se abrazaron largamente. Minutos después estaban saliendo de casa. A Juan le esperaba Madrid y el éxito.

El coche del tío Manuel doblaba las últimas calles del pueblo y se alejaba por la carretera de la Venta de la Liebre. En aquel momento  Juan echó un último vistazo a su pueblo. Al mirar atrás, con los ojos encharcados por las lágrimas, pudo ver una pequeña columna de humo que salía de una de las
cuevas del castillo. Humo de Alcalá, humo de bondad, humo de Soleá.

                                                                               FIN


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