Gabriel García Márquez o el poder de la palabra.

Gabriel García Márquez o el poder de la palabra.

  Apenas tenía veinte años cuando mi profesor de Literatura Hispanoamericana, Alfonso García Morales, nos pidió una reflexión sobre la obra Cien años de Soledad. Hasta ese momento yo solo conocía algunos de los libros de García Márquez: Crónica de una muerte anunciada, Relatos de un náufrago, Doce cuentos peregrinos y El coronel no tiene quien le escriba. Pero me resultaba una auténtica aventura adentrarme en un universo tan plural como el que yo intuía que nos presentaría esta novela del Premio Nobel. Aunque no creía que estuviese preparada para abordar una obra de semejante magnitud, el reto me encantó y lo acepté. Dos semanas más tarde, el libro se encontraba en mi mesita de noche, junto a una extensa bibliografía recomendada, lleno de miles de anotaciones, cientos de palabras subrayadas y muchos  enigmas por descifrar. Tras leerlo, me encontré con la reinvención de la Biblia narrada desde el Génesis hasta el Apocalipsis; descubrí, no solo la historia de Colombia, sino  el amplísimo cosmos hispanoamericano: el crisol de culturas,  la lucha por el poder, la neocolonización llevada a cabo por el capital extranjero y  las guerras de Latinoamérica, entre otros. Entonces entendí por qué Carlos Fuentes se había referido a este libro como “El Quijote americano” y empecé a tener conciencia de la diversidad de interpretaciones que existía para esta obra que funde  la mejor técnica narrativa con los elementos simbólicos más transgresores de la poesía. Natali Mel Gowland no pudo expresarlo mejor en su estudio: “Cuando recorremos Macondo en su extensión espacial y a lo largo de sus cien años de vida, nos encontramos con una ciudad a medio camino entre lo maravilloso y lo real, entre lo cotidiano y lo imposible, hasta al fin adentrarnos en una realidad inventada, total y autónoma, que no es otra cosa que un microcosmos de Latinoamérica”.

   Al hilo de lo expuesto por Marcela María Raggio en su magistral ensayo, es el carácter mágico, junto con  la amplísima simbología,  lo que confiere una unidad no solo a este libro sino a toda la obra de García Márquez. Él sabía desde el principio lo que quería: “Tenía la idea de escribir una novela que lo contase todo”. Aunque ya había publicado con éxito cuatro novelas, su mujer  y él atravesaban serios problemas económicos.  Aún así, a los 38 años de edad, Gabo dedicó 18 meses de su vida a esta gran obra. “Y otro libro sería cómo sobrevivíamos Mercedes y yo con dos hijos en ese  tiempo en que no gané ni un centavo”.

  Cien años de Soledad no es solo una obra excelente desde un punto de vista lingüístico; total, en cuanto a la infinidad de sus temas;  cerrada y completa, con respecto a personajes, desarrollo y estructura. Más allá  de lo expuesto, traspasa los límites de la historia y la literatura para convertirse en una filosofía de vida y una profunda reflexión sobre la identidad humana, que se define y se reinventa a través del lenguaje. La crónica de los Buendía supera con creces la recreación bíblica y  se alza como la Historia capaz de narrar cualquier historia. Nace a través de la sensibilidad de un visionario que recuerda la casa de su madre en Aracataca, un pueblo convertido en 1950 en un espacio sin lugar ni tiempo, el escenario real de Macondo. Por otra parte es el recuerdo de la niñez de Gabo, un homenaje  a los cuentos de sus antepasados. Pero, sobre todo, es un compromiso con la humanidad que no tiene precedentes en la narrativa en lengua hispana. Hay un fragmento en el libro que es la clave de todos los estudios posteriores que se han realizado sobre identidad y lenguaje: La peste del insomnio y la peste del olvido.  Como muy bien expone Elizabeth Montes Garcés en Los olvidados de Cien años de Soledad, “la palabra y el silencio, la memoria y el olvido, lo masculino y lo femenino se enfrentan en esta lucha sin cuartel durante la peste del insomnio, enfrentamiento que solamente se resuelve con la llegada de Melquíades”. Rebeca introduce los síntomas de la peste. Los habitantes de Macondo ya no recuerdan a los miles de huelguistas asesinados por la irrupción de la compañía bananera, ni las casas pintadas de azul, como símbolo del  imperialismo capitalista  que devasta la aldea. El lenguaje inicia su proceso de desarticulación para concluir con la destrucción de la realidad. Resulta esclarecedor al respecto este fragmento de la obra:

“Así, continuaron viviendo en una realidad escurridiza momentáneamente capturada por palabras, pero que había de fugarse cuando olvidaron los valores de la letra escrita”.

La peste del insomnio es la metáfora del discurso de los marginados que, por carecer de memoria, están condenados a olvidar inevitablemente el significado de las palabras y, por tanto, forzados a perder su identidad. La enfermedad que Rebeca contagia a los habitantes de  Macondo es la misma que sufren hoy millones de personas en el mundo: seres humanos a los que les han arrebatado el derecho a conocer su historia, a los que les han impuesto un modelo de vida que les priva  de libertad para pensar , a los que les han negado el conocimiento de la palabra escrita y, por tanto,  el acceso a la Educación y a la Cultura.  Vivimos en un mundo que nos  condena a olvidar. Solo el lenguaje, convertido en realidad concreta a través de las diferentes lenguas, puede rescatarnos de esta enfermedad. Tenemos el derecho de conocer la importancia de la palabra para tomar nuestras propias decisiones y construir nuestra identidad. Gabo ha hecho presente su reflexión sobre este tema en la mayoría de sus discursos mediante guiños recurrentes a los lectores. Por ejemplo, en su ensayo Botella al mar para el dios de las palabras:

“A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado! ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?’. Ese día lo supe”.

Nebrija afirmó en el prólogo de la gramática castellana que publicó en  1492: “La lengua  fue compañera del Imperio y de tal manera lo siguió”.  Sin embargo, García Márquez nos demuestra que la palabra es capaz de  adelantarse al Imperio e inventar la propia realidad. Por tanto, el lenguaje es el único medio para salvarnos del mayor estigma: el olvido que conduce a la deshumanización y a la soledad.

Ángela María Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura.

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