CAPÍTULO 4 DE JUAN TACONES

                Conociendo la historia contada y cantada de Alcalá.
Registro 63  . CEIP San Mateo

JUAN TACONES
Capítulo 4: ¿Platero o los logreros?

                En aquella nueva casa todo era distinto. Ni el canto de los pájaros  lo despertaba cada día, ni el aroma de vida de las plantas hidratadas por el rocío de la noche entraba por su ventana cada mañana. Aquel lugar tenía otros sonidos y otras esencias. Ahora, las mañanas de Juan Tacones se llenaban de olores a pan recién cocido, a canela y ajonjolí, a cafeteras de tabernas y a porras calientes. Aunque en ocasiones los humos de las chimeneas de la compañía Idogra tornaban en agrio el aire, acabando con aquellos otros maravillosos olores.
                A las 8 de la mañana, minutos arriba o abajo, no faltaba el día que se oyese:

¡Aaaay  Dementeeee!
No soy barquito sin guía.
Y a mí me llaman el demente…

                 Cuando Juan corría hacia la ventana, ya el señor que cantaba doblaba la esquina que daba hacia la calle del matadero. Aquel era un canto triste y solitario de alguien que caminaba como ausente.
                Días después todavía le duraba a Juan la cara de felicidad recordando la sensación de triunfo, de liberación, que sintió cuando pudo dominar a sus zapatos. “¡Fue como si volase sobre ellos!”. En esos pensamientos estaba aquella mañana cuando cayó en la cuenta de lo más importante que había ocurrido. “Mi tío me dijo que me convertiría en un gran artista.  ¡Seré importante! ¿Qué digo? ¡Ya lo puedo ser! ¿Para qué esperar si conozco el misterio, si sé cómo controlar a mis zapatos de tacones?”.
                Las madres quieren lo mejor para sus hijos y, Dolorcita, que ese era el nombre de la madre de  Juan Tacones, sabía que la barriada de los toreros era mucho mejor lugar para vivir que el bosque de Oromana. Siempre estuvo muy preocupada porque Juan faltaba al colegio en muchas ocasiones. Le quedaba tan lejos que la mitad de las veces, por una cosa u otra, no llegaba. “Aquí se está muy bien Manuel.” Le dijo Dolorcita a su hermano. “Está todo al lado: las tiendas, la farmacia, el colegio… ¡Ay, el colegio de mi Juan! ¡Qué alegría, tan cerca ahora!”. Mientras la señora transmitía aquella alegría, el tío Manuel se despedía de ella con una sonrisa especial, cargada de un significado que solo su hermana era capaz de entender. Aquella sonrisa, aparentemente inocente de Manuel, tenía la capacidad de hacer que Dolorcita remarcase más sus palabras de alegría. Como hermana de él que era, sabía que el tío tenía pensado otros planes para Juan. Y que esos planes alejarían al joven del pueblo. Se llevaría a Juan a otro lugar, lejos.
                Aprovechando que su madre y su tío estaban en plena conversación aquella mañana, Juan salió de casa con tiempo de sobra antes de entrar al colegio. “Los carquiñones de los Portillos, las carmelas, las bizcotelas, las caracolas y las cuñas de La Modelo. ¡ummm, ricos dulces! Entonces, ¡qué necesidad tengo yo de ir a la escuela si me haré famoso con mis zapatos!” Con esta mezcla  ideas en el pensamiento y creyendo que le sobraba tiempo antes de entrar al colegio, se encaminó hacia esas maravillosas confiterías con las que tantas veces había soñado cuando vivía en su casa del bosque. Por el estrecho callejón que quedaba entre los quioscos del matadero y el muro de Idogra, Juan Tacones había doblado la esquina cuando lo volvió a oír.

Y a mí me llaman el demente.
Y es que hace muy pocos días
que yo me he apartado de mi gente
desengañado de la vida.

                Con una maceta de espárragos en la mano, en la esquina del bar Ratón se encontraba aquel hombre entre cantecillo y pregón. Cada vez que el desconocido canturreaba, los zapatos despertaban. Ningún control, aquella canción, sobre los zapatos a Juan dejaba.

                -¡Mu guena maceta de ehpárrago triguerooo! ¿Quié una papeletilla, ceñora? E pa lo ciego dehta noche.
                - Otro día, Platero, que hoy anda la cosa cortita.

                Unas veces eran quesos, otras veces chorizos y morcillas o alguna canija paletilla; pobres pinturas enmarcadas, macetas de espárragos… Cualquier cosa podía estar rifando aquel hombre de ojos caídos y mirada triste, al que la mujer había llamado Platero. Desde bien temprano, callejeaba de bar en bar para vender papeletas de rifas. Había quienes le compraban por pena y otros muchos le invitaban a vinos por arrancarle alguno de sus cantes divinos. Pena de cantes, los de Platero, conforme corría el día. Vaso a vaso que le invitaban, el duende de su garganta se iba transformando en una  penosa estampa de hombre deshecho y voz rota,  que servía para bromas y chanzas de los que le convidaban.
                Al pasar Juan junto a él, este le dijo:  “Mi chavá tenía unoh pareció a ezo que tú llevah puehto. ¡y bien que ze movía el pobrecito! ¡Ayyyy mi chavá, que mala suerte! Pero ahora, qué nezecidá tengo yo de ná.” Y dirigiéndose a Juan con una interminable tristeza en el fondo de su mirada, le dijo: “¡Muchacho, lo veo en tus ojos! ¡Dentro de ti existe como también en mi pobre hijo lo veía!. Te voy a ayudar a descubrirlo con mis fandangos. No pienses ni hagas caso a la gente que nos mira. Solo siente mi cante y deja que el duende que sube desde tus pies te llegue al corazón. ¡No pienses! ¡Solo siente!” Aquel embrujo volvió a ocurrir. Otra vez Juan bailó y bailó sobre sus zapatos de tacones. “Platero debe ser otro de esos sabios de los que me habló mi tío Manuel”. Pensó Juan.
                Momentos después se acercaron dos señores vestidos con elegantes trajes, a los que todo el mundo había saludado conforme se aproximaban. Con voz firme y desde encima de sus hombros, uno de ellos se dirigió a Juan y le dijo: “Muchacho, qué haces aquí, distraído con este pobre hombre que malvive rifando miseria. Tú debes estar aprovechando tu tiempo con nosotros. ¡Bailando como tú lo haces, debes tener tu propia escuela de baile!”. Seguro estaba Juan de haber pensado erróneamente. Aquel tal Platero no era nadie comparado con estos señores tan elegantes y reconocidos por todos los que allí estaban. “Le llaman Platero de Alcalá. Pero el pobre se ha vuelto demente desde que perdió a su hijo”. Continuó diciendo aquel hombre, mientras su acompañante dejaba algunas monedas en el mostrador del Ratón para distraer la atención de Platero, invitándole a un vaso de vino.
                Mientras Juan Tacones escuchaba emocionado las halagadoras palabras de aquel elegante señor, Platero, quizá más entristecido aún, volvía a perder la mirada en el fondo de su pena, mientras entraba en la taberna cantuarreando entre dientes:

Sin saber que ha estado en él
nadie se va de este mundo.
Sin saber que ha estado en él.
El que obra malamente
tarde o temprano se ve

aborrecido de todita la gente. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

"UN SORBO DE LECTURA"

PROYECTO DE TRABAJO: EL CUERPO HUMANO EN EL ARTE

RECETA PARA SER UN BUEN MAESTRO